La autonomía de un gobierno, es decir lo que puede hacer, tiene bastantes condicionantes. Por una parte, hay factores políticos que condicionan la actuación de cualquier gobierno. El factor más relevante es tener votos suficientes en el Congreso para sacar adelante las iniciativas. Sin embargo, incluso un gobierno apoyado por una mayoría absoluta puede estar enormemente condicionado por la economía. Dentro de lo que es la economía, lo más relevante de cara a la actuación de cualquier gobierno, es precisamente de lo que menos se está hablando en esta campaña electoral, el déficit y la deuda pública.
Salimos de tiempos extraños, y eso hace que se centre la atención en cuestiones que hace unos años no nos preocupaban, como, por ejemplo, la inflación. Precisamente por eso, se están ignorando otras, como la necesidad de reducir el déficit, que condicionarán nuestro futuro, y, sobre todo, la actuación del próximo gobierno sea del color político que sea. Ahora mismo, las reglas fiscales de la Unión Europea están suspendidas, pero en 2024 deberían volver a estar en vigor. No sabemos qué nos exigirán nuestros socios comunitarios, pero con una deuda pública superior al 113% del PIB, más de 1,5 billones de euros, es imprescindible reducir el déficit público. No va a ser fácil.
El pasado 2022, España cerró el ejercicio presupuestario con un déficit de sus Administraciones Pública del 4,8% del PIB. Según las estimaciones de la AIReF, este 2023 terminaría con un déficit público del 4,1%. Una previsión muy optimista, con unas reglas fiscales muy laxas, sería concluir la próxima legislatura con un déficit del 2% del PIB. No parece tanto reducir un par de puntos el déficit. Sin embargo, el principal inconveniente a corto y medio plazo es que tenemos mucha más deuda que en 2019, y, sobre todo, que hay que refinanciarla a unos tipos de interés que han subido más de cuatro puntos en el último año.
La duración media de la deuda pública, es decir cuánto tarda de media un título en vencer, y tener que emitir uno nuevo, es de unos ocho años. Esto quiere decir que en cuatro años habrá que refinanciar a los nuevos tipos de interés no sólo el déficit de cada año, sino también la mitad de la deuda pública. Como la inflación, especialmente la subyacente, sigue elevada en la Unión Europea, el BCE ya ha anunciado que no va a bajar los tipos de interés. Esto quiere decir que, dentro de cuatro años, sólo en intereses, el gasto público se incrementaría en un mínimo de dos puntos y medio, es decir unos 30.000 millones de euros al año.
Si se quiere mantener una política fiscal mínimamente ortodoxa, entonces hay que realizar un esfuerzo considerable para reducir el déficit, precisamente porque toca remar contra la corriente generada por el aumento de la deuda pública, y, sobre todo por la imprescindible política de subida de tipos de interés del BCE para contener la inflación.
¿Es necesario ser ortodoxos o es un capricho de Bruselas y de nuestros socios comunitarios? La realidad es que, si se quiere no volver a una crisis económica, esto pasa por un mínimo de estabilidad fiscal. Tenemos muchísima deuda pública acumulada y si se cree que seguirá creciendo indefinidamente, los mercados financieros nos dejarán de financiar. Esto se materializa vendiendo nuestros títulos de deuda y comprando otros, más seguros, como, por ejemplo, los alemanes. Hay que recordar que, para el próximo año, Alemania que tiene un porcentaje de deuda sobre PIB que es poco más de la mitad del español, va a acometer un ajuste en sus cuentas públicas.
Si no se reduce el déficit público a medio plazo, volvería la pesadilla de la prima de riesgo que ya vivimos en 2011 y 2012. Pero, ahora, a diferencia de 2012, el BCE no puede comprar la deuda pública, porque esto supondría inyectar masivamente liquidez, lo que sería contraproducente en la lucha contra la inflación. Además, el aumento del coste de financiación sería adicional al derivado de la subida de tipos de interés, y se transmitiría a todos los agentes económicos.
Si tomamos como referencia 2020, la situación fiscal parece haber mejorado. Por una parte, tenemos un déficit menor, y lo más sorprendente, nuestra deuda pública, como porcentaje del PIB, se ha reducido del 120% a un 113% PIB. Este efecto de reducción se debe a dos cuestiones, por una parte, a que, por fin, hemos recuperado el PIB previo a la pandemia, y por otra la inflación, que ha hinchado nuestro PIB nominal, y nos ha reducido la deuda pública en términos reales, lo que los latinoamericanos llaman gráficamente licuar la deuda. Además, la recaudación por impuestos se ha incrementado sustancialmente, especialmente la de nuestro principal impuesto, el IRPF.
Sin embargo, casi todos estos factores se están agotando. El principal de todos ellos es la inflación. A costa de que las familias españolas, especialmente la inmensa mayoría que viven de un salario, hayan perdido poder adquisitivo, nuestra inflación se ha moderado sustancialmente. Esto es una buena noticia para muchas cosas, por ejemplo, para mantener la competitividad de nuestras empresas en el exterior, pero no para la recaudación fiscal, ni para licuar la deuda. El consumo interno ya está decreciendo, y el crecimiento económico se mantiene por las exportaciones. Este modelo de crecimiento es preferible y más sostenible, pero supone menos ingresos fiscales porque los impuestos indirectos, IVA e impuestos especiales, se recaudan donde se consume, que es fuera. Por otra parte, los beneficios empresariales que nuestras empresas obtienen en el exterior apenas tributan en España.
Si se estudian los últimos informes de recaudación de la Agencia Tributaria, el aumento de recaudación se sostiene, cada vez más, en el IRPF. Hay más españoles trabajando, aunque según la contabilidad nacional menos horas trabajadas que en 2019. Pero, además del incremento de bases en el IRPF, destaca el continuado aumento del tipo efectivo del IRPF, que no sólo está en récord, sino que sigue subiendo. Los asalariados y pensionistas, que aportan más del 80% de la recaudación del impuesto, cada vez pagan un porcentaje mayor de su renta en el IRPF. Ésta ha sido la principal subida de impuestos en estos años que hemos pagado casi todos los contribuyentes.
Este efecto, la progresividad en frío del IRPF, pagar más porcentaje de impuestos con la misma o menos renta real, es una subida de impuestos. Pero, también tiene fecha de caducidad, a medida que la inflación se vaya reduciendo, y con ella el aumento nominal de salarios y pensiones. Seamos conscientes de que ajustar el IRPF a la inflación, tendría un coste recaudatorio importante. Siempre lo tiene, pero mucho más en las actuales circunstancias en que el IRPF recauda más que nunca.
Éste es el panorama fiscal al que se enfrentará el próximo gobierno, muchísimo más complejo por las tendencias que por la foto fija. Esto hará inevitable, no sólo desde el punto de vista moral, sino también desde el económico, reducir todo lo posible el gasto público superfluo y las duplicidades, especialmente si se quieren consolidar y hacer sostenibles partidas esenciales como sanidad, pensiones, dependencia o educación de las que hablaremos otro día.