Si hay un debate que ha marcado el cierre de la Legislatura en materia laboral ha sido el análisis de los efectos de la reforma laboral en la calidad del empleo. Y es que el 74% de los contratos registrados en junio tienen carácter eventual, sumando el 57% de contratos temporales propiamente dichos y el 17% de indefinidos fijos discontinuos. Ello en un escenario en el que la contratación de los indefinidos ordinarios cae un 22% y todo apunta a que el efecto de la norma ha tocado techo.
El Gobierno de coalición deja un 15,8% menos de paro que el que encontró en diciembre de 2019, un buen balance comparado con el estancamiento 0,04% durante el año y medio del primer Ejecutivo de Pedro Sánchez, aunque sea menor que el 28% que se redujo en los seis años y medio de Gobierno de Mariano Rajoy. Pero las circunstancias de las tres etapas de Gobierno son muy diferentes: los populares lidiaron con los estragos de la crisis financiera y su recuperación, el PSOE en solitario, lo hizo con una desaceleración de la actividad.
Pero la etapa de su tándem con Unidas Podemos ha sido especialmente ajetreada: arrancó con una pandemia a la que siguió un rebote de la actividad en todo el mundo que ha llevado el ‘recalentamiento’ del mercado laboral a niveles inéditos (y hasta cierto punto incomprensibles para muchos economistas.) Algo que también ha beneficiado a nuestro país, que registra récords de ocupación pese a tener una tasa de paro del 13% (cinco puntos por encima del mínimo histórico).
Una evolución en la que sigue siendo objeto de análisis el papel jugado por la norma impulsada por Yolanda Díaz, que sustenta en su éxito buena parte de sus credenciales como ministra de Trabajo, vicepresidenta segunda del Gobierno incluso candidata a la presidencia por Sumar.
Tras el éxito a la hora de pactar con patronal y sindicatos una ‘barra libre’ de ERTEs para evitar, en lo máximo posible, despidos durante lo peor de la crisis sanitaria, Díaz se embarcó en su mayor desafío: negociar y acordar una reforma laboral. Desde el primer momento quedó claro que la norma no iba a cumplir una de las promesas electorales de Unidas Podemos: derogar la de 2012 del PP (y de paso la de 2010 del PSOE). Se atacaban cuestiones puntuales, como devolver parcialmente la prioridad a los convenios sectoriales o modificar la regulación de los despidos por absentismo en caso de enfermedad (ya fulminada de facto por la jurisprudencia del Supremo) pro se dejaba fuera el recorte de la indemnización por despido indemnización de 45 a 33 días. Algo que socios políticos del Gobierno como ERC y Bildu no han dejado de echar en cara a Díaz en esta Legislatura.
Más relevantes eran las novedades que incorporaba la norma, centrada en reducir la temporalidad del mercado laboral. La fórmula fue una idea que tanto PP, como PSOE como Ciudadanos ya había puesto sobre la mesa en el pasado: reducir el número de contratos. Aunque Díaz eludió las comparaciones con el ‘contrato único’ con una fórmula intermedia que solo suprimía una modalidad de contrato temporal: el de obra y servicio. Una figura que, según el consenso de laboralistas, se había convertido en un ‘cajón de sastre’ que permitía considerar como eventuales puestos que podrían cubrirse con indefinidos.
La idea funcionó, y lo hizo espectacularmente: los contratos temporales han pasado de suponer el 90% en los meses de junio de los años previos a la reforma laboral al 57% en 2023. Un retroceso de 33 puntos porcentuales. Pero aquí entra una de las grandes polémicas de la reforma laboral: el tipo de contratos indefinidos que sustituyen a esos temporales.
Y es que la norma de Díaz consagra una figura contractual que nunca ha estado exenta de polémica, nacida en los años 70 como híbrido entre temporales e indefinidos (de hecho, no fue hasta entrados los años 80 cuando se definió como una modalidad especial de indefinidos). Hablamos, evidentemente de los fijos discontinuos. Son contratos ligados a actividades eventuales pero recurrentes.
Se diseñaron con la idea de otorgar más estabilidad a los trabajadores de sectores como el turismo, cuyos empleos dependen de las temporadas turísticas, aunque sean llamados varias veces al año por una misma empresa. Un modelo que, dicho sea de paso, también supone una ventaja para los empleadores, ya que al terminar estos periodos de llamamiento y mandar a los trabajadores a su casa (hasta la próxima), se ahorran el coste de la indemnización de 12 días por año que corresponde en caso de finalización de un contrato temporal. Sólo se les indemniza si en algún momento se les despide.
La reforma se agota
Lo que ha ocurrido con estos contratos guarda algunos paralelismos con los ERTEs. La reforma laboral de 2012, impulsada por la ministra de Empleo ‘popular’ Fátima Báñez, intentó impulsar las regulaciones como alternativa al despido, pero también el uso de los fijos discontinuos. Díaz ha llevado esas ideas al extremo. En el caso de los fijos discontinuos, su regulación no cambia sustancialmente, pero han recibido un fuerte impulso porque se facilita que las Empresas de Trabajo Temporal los suscriban. De hecho, firman el 53,4%, una realidad a la que incluso los sindicatos empiezan a acostumbrarse.
Con esto se logra que una figura que se consideraba restringida a ciertos sectores se aplique prácticamente a todos los que antes recurrían a los temporales por obra y servicio. El problema es que, aunque los fijos discontinuos son indefinidos a todos los efectos, siguen teniendo carácter eventual y dependen de cómo se organicen los periodos de llamamiento. Este esquema tiene una traslación clara al empleo en sus dos vertientes: contratación y afiliación a la Seguridad Social.
Es innegable que la reforma laboral ha mejorado la calidad el empleo, aunque no tanto como se esperaba. Pero sus frutos son lo bastante positivos como para que hasta el PP haya incluso dado su aval a una norma que casi ‘tumba’ cuando se convalidó en el Congreso. El Gobierno tiene que lidiar con la acusación por parte de ERC y Bildu, pero también de otros grupos de la izquierda, de que su reforma es poco más que un desarrollo reglamentario de la que aprobó el Gobierno de Rajoy.
Pero en este sentido, los datos son contundentes: los contratos indefinidos se han disparado, pero siguen suponiendo un 43% del total. Un 26% si descontamos los fijos discontinuos. Así, el descenso de 33 puntos del peso de los contratos temporales se reduce a solo 17 puntos para el total de los ligados a actividades eventuales.
Aun sin contar a los fijos discontinuos, el repunte de la tasa de contratación indefinida ordinaria es histórico, pero la duda es hasta qué punto puede mantenerse. Porque en términos absolutos, la contratación cae a un ritmo interanual del 15%: un 12,6% entre los temporales, un 13,9% entre los fijos discontinuos y un 22,6% los indefinidos ordinarios.
Aunque el Gobierno prefiere poner el foco en la afiliación. Defienden que el empleo sigue creciendo gracias al mayor número de empleos estables. Así, la temporalidad de los asalariados del sector privado cae del 21,9 a 13,7% según la EPA. Aunque suelen obviar que los del sector público, que dependen directamente del Gobierno, tienen una tasa de temporalidad del 31%, ya que las administraciones ignoran la reforma. Pero también que en junio la afiliación de los temporales ha vuelto a crecer más que la de los indefinidos, algo que apunta a que la reforma laboral tiene síntomas de agotamiento solo un año y medio después de su aprobación y cuando aún hay 2,7 millones de parados.
Un contrato incómodo
Respecto a los fijos discontinuos, han pasado de reivindicarlos como una modalidad indefinida de pleno derecho que, además, supone una puerta de entrada a empleos más estables, a minimizar su impacto en el empleo, que han llegado a tachar de ‘despreciable’. Y es que suponen un 8% de los asalariados afiliados al Régimen General, menos de la mitad del aporte de contratos, lo que implica que tienen una volatilidad más cercana a los temporales que a los indefinidos.
En este punto hay que recordar que un fijo discontinuo que pasa a la inactividad por finalizar su llamamiento es dado de baja a la Seguridad Social (como ocurre con los temporales). De hecho, esta es la primera causa de baja de afiliación entre los trabajadores con un contrato indefinido: cada día laborable se producen 18.635, según los últimos datos de Seguridad Social. Una volatilidad que también reflejan los datos de la EPA: cuentan un 35% de indefinidos menos que la afiliación.
Para terminar de rizar el rizo, incluso el propio SEPE reafirma este carácter esporádico: cuando un fijo discontinuo ‘inactivo’ solicita y se le concede una prestación o subsidio, las estadísticas lo incluyen en la categoría “por finalización de un empleo eventual”. La misma en la que se engloban a los que cobran el paro al término de un contrato temporal.
En este contexto, es comprensible que al Gobierno le resulte más cómoda la polémica sobre si los fijos discontinuos cuentan o no como parados que la de la calidad de sus empleos. Resulta más manejable (ni siquiera el más interesado, el PP ha hecho mucho ruido al respecto en la campaña electoral) y dispersa el foco sobre la situación laboral de estos trabajadores, cuyo encaje sigue dando resultados inesperados también por los acuerdos a los que llegan las empresas y los sindicatos. Sin ir más lejos, el sector del calzado pactó un convenio colectivo que abría la puerta a convertir indefinidos ordinarios en fijos discontinuos para evitar despidos. Lo cual les convertiría, de facto, en una alternativa ‘barata’ a los propios ERTEs impulsados por Díaz.